Sentado en el suelo de espaldas a su choza, Metaki esperaba silencioso, mirando al poniente.
Adentro, la mujer pujaba: la frente llena de rocío y el cuello ensanchado por el esfuerzo.
Ya estaba siendo larga la espera. El primer hijo del joven cacique tardaba en nacer.
Sushuse asistía a la mujer y cada tanto salía junto a Metaki y le ponías las manos sobre los hombros.
De pronto los vientostrajeron el eco de un trueno ronco y largo. Un destello blanco, de intenso resplandor iluminó el día. Por encima de los cerros empezó a asomar una nube enorme con colores de fuego, que iba tomando la forma de los atioques venenosos que crecen después de las lluvias.
Metaki levantó la mano para mostrar la extraña cosa a los que frente a él le acompañaban, pero en ese momento, se oyó el llanto del niño. Todos comprendieron que había nacido un dios.
La tribu alborozada estaba de fiesta: las danzas, los cánticos y el repicar de las sonajas se sucedían sin parar. Metaki dio permiso para que todos bebieran el suoke de las celebraciones.
La cosa grande en lo alto se movía y cambiaba de color. La brisa se había vuelto ardiente. Sushuse que siempre anticipaba las lluvias, las luces rápidas y los estruendos del cielo, no había previsto la nube brillante y estaba intrigado. No podía contrariar la alegría de la tribu, pero estaba preocupado.
Ni aún terminadas las fiestas, empezaron las calamidades. Primero cayó la lluvia seca y los árboles cambiaron de color. Plagas invisibles devoraron la savia de las plantaciones de metates arruinando la cosecha. El cielo no dio agua y los pastizales se quemaron.
Muchos enfermos atendía Sushuse, pero las cataplasmas de ontaro y los conocimientos de hojas de anoré nada podían contra la extraña dolencia.
Los ríos empezaron a arrastrarse corriente arriba y los peces murieron enloquecidos. Las anemitas salieron de sus cuevas subterráneas y las bestias mayores huían despavoridas por la sed.
Sin duda, Surituke, el Malo, celoso del nuevo Yebaki, andaba cerca escondido, metido dentro de un pájaro o en el cuerpo de algún infeliz. Todos andaban cautelosos y desconfiados.
En la choza de Metaki, ardían ramas de ayatema para espantar el mal. Metaki temía por su hijo. Nada había para él más amado. Sólo la madre y Sushuse podían tocarlo. Y sus órdenes fueron claras: buscar a Suritake y darle muerte.
Alguien de pronto vio una macheka escondida en su caparazón de hermosos dibujos, que antes no estaba allí. El animal parecía de piedra. Pero así se escondía Surituke. De modo que lo atravesaron con una lanza y luego lo cocieron en un caldero.
Contentos estaban alrededor de la hoguera, cuando un metoche señaló a un joven, gritando «¡Surituke! ¡Surituke!».
El salvaje quiso explicar que él no era el temido maligno pero vio cómo los oyateches ya preparaban sus flechas y decidió huir. Corrió hacia el monte, pero los oyateches son ágiles y veloces y pronto le dieron alcance. Diez flechas se hundieron en el cuerpo del mancebo, para matar bien al demonio. Arrojaron su cadáver en las aguas grandes y todos festejaron el seguro fin de las penurias.
Pero esa noche llovió con furia. Piedras de hielo cayeron del cielo rompiendo los techos de las chozas y matando las pocas aves que quedaban.
Nueve descansosduró la lluvia. Formando torrentes, el agua arrastró los restos de sembradíos, se llevó las chucapas y no se pudo encender el fuego.
Pronto comprendieron que se habían equivocado. Surituke no estaba muerto. Para colmo, ellos habían ofendido a Yekabi matando a un inocente.
Por fin a la décima luna cantó el utapaga anunciando la calma.
Recogieron los cuerpos vacíos de los muchos que habían ido muriendo y los despeñaron en el gran precipicio, allí donde se acaba el mundo.
Un metoche capturó un carube en el monte y lo ofrecieron a Yekabi en sacrificio.
Pero todos sabían que las desgracias no habían terminado.
Metaki vio venir a los consejeros con sus adornos ceremoniales y el sabio Sushuse se acercó a recibirlos. Formaron un círculo frente a la choza de Metaki y el cacique los escuchó en silencio.
Entonces, frente a la tribu reunida, Metaki sacó su cuchillo de penake y lo afiló en una piedra de yoca. Cuando estuvo listo, fue adentro y trajo al niño.
Y por primera vez en su vida lloró.
Lloró, mas hizo todo lo que tenía que hacer.
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